No sé quién tenía más miedo de las primeras horas de ‘Fallout 76’: si Bethesda, que lleva meses tratando de explicar que es un Fallout que gustará a los fans por más que sea MMO, y que en todo caso si no nos gusta ya llegará de manera más tradicional un Fallout 5; o si yo mismo, que vivo acorralado cada vez más por la avalancha del siempre online, del siempre “con gente”.
Soy un jugador solitario, y es un hecho. Prefiero siempre experiencias solipsistas antes que ese “solo no puedes, con amigos sí” en el que se ha transformado la industria del videojuego. No solo ante una consola o un PC: mi mayor preferencia en juegos de mesa son los que tienen solitario contra el tablero (ah, Arkham Horror LCH, cómo te quiero), en ‘Pokémon Go’ he rehusado la mayoría de las incursiones que no pueda afrontar yo solo y, en fin, sólo caí en las mieles del multi cooperativo en Destiny y fue a costa de convertirme en un hámster.
Que sí, que he disfrutado de cosas como jugar a CS:GO con algunos sospechosos habituales, tuve una época WOW y me sé de memoria ciertos mapas de COD: MW2, pero cosas como Fortnite me acaban abrumando y el solo pensamiento de “mi juego de siempre transformado en busca a alguien que te ayude a hacer lo que antes harías a solas” me asquea.
Un Apocalipsis que parece la cola de Doña Manolita
Esa sensación se agravó ante el primer anuncio de ‘Fallout 76’. El mundo del postapocalipsis nuclear siempre ha sido, desde el primer despertar en el túnel de salida del Refugio 13, uno de vivir solo ante el peligro. Te acompañaban alimañas radioactivas, NPCs desconfiados y la sensación de vacío y desesperanza que cualquiera espera de una humanidad derruida por la confrontación nuclear. De igual modo que es difícil pensar en Mad Max cómo alguien que busca compañía, uno no piensa en protagonizar un Fallout y que aquello parezca la familia de ‘Sonrisas y Lágrimas’.
Así que llego con desasosiego y resquemor al mismo juego que me ha enamorado tantas veces: a ése en el que decidí que los necrófagos asaltaran a los ricachones de la Torre Tenpenny; a ese en el que encendí a Liberty Prime; al mismo que me devolvió uno de los finales más tristemente bonitos de la Historia de los videojuegos (el “bueno” del primer Fallout).
Las primeras sensaciones son esperanzadoras: uno se siente como en casa incluso antes de salir al Yermo. El tutorial no es esa maravilla de ‘Fallout 3’, que merece por derecho propio ser considerado uno de los inicios más icónicos de la Historia de los videojuegos (ya uso esto en dos párrafos seguidos; sí, Fallout es una saga MÍTICA), pero te mete rápido en harina. Y antes, aún mejor, la creación de la cuenta ha sido cero dolorosa: Bethesda no quiere barreras.
No pierdo mucho tiempo en crear los rasgos de mi protagonista. Me lanzo a salir del Refugio (no sin antes escudriñar todos los ordenadores y presenciar con satisfacción que la paranoia y la sensación de “no me lo cuentan todo” permanece) y, la primera en la frente, amanezco frente a un Yermo bastante menos yermo en apariencia que otras veces. Frente al aspecto árido y desértico de otros juegos, Fallout 76 te hace nacer en un espacio que sólo poco a poco vas a ver lo arruinado que está. De primeras, puedes contemplar el paisaje, la vegetación, y pensar que el apocalipsis nuclear, esta vez, no nos ha sentado tan mal.
Se me pasa rápido: me meto en un río cristalino y empieza a subirme la radiación. Acudo al primer núcleo de población y veo una vaca. Cuando me acerco a contemplarla, veo también su segunda cabeza y se me quitan las ganas de acuchillarla y hacer carne con ella: esto no es Red Dead Redemption 2 y puede que decida ser vegano a partir de ahora en esta pesadilla postnuclear.
A mi alrededor, empiezan a pasar otros jugadores. No nos paramos mucho de momento, pasan cerca, nos miramos, temo que me puedan pegar un tiro (spoiler: no pueden) y nos vamos a nuestras cosas. Podría invitarles pero, de momento, me da pereza: ¡no les conozco de nada! ¿Seguro que no puedo jugar solo?. Somos, en el fondo, como perrillos que se huelen el trasero en un parque de arena chernobilesco.
Aunque, bueno, subo a un torre de vigía y cojo un arpa de boca. Antes de que me dé cuenta, tengo a alguien a mi lado que está con el banjo. Podéis llamarnos los Wasteland Wilco.
Historias de amor, ojos radioactivos que miran con ilusión
Appalachia pronto se revela como otro escenario de Fallout hecho con mimo y cariño, como los anteriores. Lo que me enamoró de aquellas New Vegas destrozada por las guerras civiles, o del Washington DC asediado por Supermutantes, o del Boston de los cerebrales del MIT a los que se les fue la pinza, anda también aquí.
Frente al Lore algo dogmático de los Elder Scrolls, el de los Fallout es uno juguetón, que siempre quiere buscar los límites de la serie Z. Que puedas ir con un cañón naval en pleno páramo, por ejemplo. Que lleguen los extraterrestres (no sé si en este ‘Fallout 76’ pasa, ojalá). Que, yo que sé, acudas a un aeropuerto que es seguro, alguien desbloquee una parte de la historia y de repente haya +300 rads por segundo donde antes estabas bien.
Esas locuras se integran ahora en el camino social: mientras ando a setas radioactivas resplandecientes y a rolex (AKA chapas) a la vez, el juego me mete en un evento de zona. No necesito hablar para formar parte de la lucha contra unos Sr. Agrícolas que se han vuelto locos. Otros dos moradores, aún con gorrito de cartón en la cabeza como yo, se ponen cerca. Nos cargamos a dos y en el tercero tengo que hacer respawn, que sólo voy con un hacha mal construida. Vuelvo a por mi botín caído y, por fin, completamos el evento.
Eso sí, antes muero un par de veces más, y en una tercera recibo ayuda cuando estoy gravemente herido. Es mi primer contacto con los eventos diarios también.
No, no me he sentido mal por estar menos solo de lo habitual. Y no sólo pasan cosas y otros jugadores salven mis pifias: en el mundo hay notas de NPCs cuyo testimonio me llena de nuevo. La historia de Delbert Winters, el párroco que perdió la fe y la recuperó siendo el Arguiñano de esta primera zona, sirve de ejemplo. Me gustaría tener más tiempo para reposarla, pero estoy pasando sed y hambre: ‘Fallout 76’ es tan inclemente o más que los anteriores. Tanto como los primeros, de hecho.
Ahora sí, voy a matar a uno de esos bramanhes; como se rebelen como las gallinas de ‘AC: Odissey’, verás qué liada. Dios no comete estos errores.
Se ha puesto la noche rara, tratrá
Paso horas dentro del juego, por ahora no las suficientes. Si tenía miedo de encontrarme con un Fallout que no me convenciese, se me ha disipado. Ahora le tengo miedo a dos cosas: una, el endgame, si estará realmente a la altura como para querer seguir jugando mucho tiempo a este ‘Fallout 76’… (hay algunas sorpresas que van saliendo que indican cosas buenas siempre que no vayas forever alone); y otra, el miedo a quedarme solo.
Sí, paradójicamente ahora cuando no encuentro gente cerca, me siento raro. Se hace de noche y, sorpresa, llega la ayuda del Gobierno. No es gente, son cajas: mierda, quiero ver gente. Dadme amigos. En el mapa del juego, esta vez afortunadamente detallado (si, ya que el mapa de fósforo verde del PIPBoy tiene su gracia, pero para un MMO necesito claridad) puedo ver los eventos en marcha, que cuestan chapas. Con todo el lío de estas primeras horas, se me había olvidado que Bethesda tiene su tiendita para sacarle rendimiento al juego: mi objetivo aquí, como siempre, es pagar lo menos posible. Nada, a decir verdad. De momento, parece que puedo. Nos llevaremos bien si sigues así, ‘Fallout 76’.
Epa, de repente subo de nivel y se abre el combate contra otros jugadores. Y ahora sí me siento peor que si me hubiese comido esa carne de perro salvaje que he conseguido hace un rato: yo no he venido aquí a matarme en PVP. Por si acaso, me pongo el perk de trotamundos solitario. Echo de menos, mientras lo hago, un árbol de mejora de habilidades más detallado, menos dependiente de cartas y más rol tradicional. Sí, soy un viejo.
Colaboro con otros, les veo actuar como NPCs para ayudar a la gente, veo el postapocalipsis más concurrido que nunca, pero, aún así, me siento raro. Vacío por dentro. Poco a poco, el juego va quedándose con menos cosas que hacer, menos novedades. Y yo me siento aún peor.
Cuando llevo diez horas más de juego, descubro que no es mi culpa, ni de que el juego esté mal en sí: es de la principal decisión tomada en el diseño de ‘Fallout 76’. Bethesda ha puesto tanto interés en hacer bien la parte social que, a cambio, se ha quitado de encima una de las cosas que más me gustaban de la saga: los personajes que habitaban el Yermo. Los engranajes de ese mundo derruido. Aquí no están: sí que oigo sus holocintas y veo sus cadáveres, pero aparecen en muy contadas ocasiones vivos.
¿Tiene remedio? Claro: ‘Fallout 76’ es un mundo perdurable. El día de la Reclamación puede durar tanto como Bethesda quiera. Como en ‘WoW’, se pueden introducir pequeños cambios en determinadas áreas antes de grandes cambios a bases de expansiones. Como en ‘Sea of Thieves’, todo lo que ahora, en un comienzo, parece algo vacío puede irse llenando después. Pero, como en Destiny, también se puede cometer el error de sostenella y no enmendalla. De Bethesda, al menos, sabemos que en Elder Scrolls Online supo mejorar poco a poco y sin pausa todo lo que le echamos en cara la primera versión.
‘Fallout 76’ me ha descubierto que nunca he jugado solo, que mi problema no era jugar con gente humana: es que amo demasiado la ficción y no quiero dejarla de lado. Quiero NPCs, los echo muchísimo de menos. Se positivo, acepta el silicio.
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