El 6 de junio de 1984, Alekséi Pázhitnov estaba a punto de pasar a la historia de la computación. Picando código en un oscuro despacho del Centro de Computación Dorodnitsyn en Moscú, este programador soviético inventó el videojuego más difícil que nadie había sido capaz de crear: el ‘Tetris’.
¿El ‘Tetris’? Sí. Y es que la única forma de no perder en el ‘Tetris’ es no jugar. Una vez que cae la primera pieza, el destino final ya está escrito: jaque mate. No se puede ganar. Y, aun así, este simple juego de bloques fue capaz de conquistar todo el mundo en plena Guerra Fría. Casi nada.
“Desde Rusia con amor”
No creo que nadie pueda que ‘Tetris’ es un clásico. Se llama así por la palabra griega tetra (porque las piezas se componen de cuatro bloques) y la parte final de ‘tenis’ (el deporte favorito de Pázhitnov). Fue un exitazo. Con una rapidez increíble se comenzó a comercializar el juego a los dos lados del Telón de Acero y se convirtió en casi un elemento cultural.
No obstante, el diseño original tenía algunos problemas. ‘Tetris’ usa siete piezas llamadas ‘tetrominós’ (o ‘tetriminos’) que caen hacia la base. No se pueden frenar, pero sí rotar sobre su propio eje. La tarea del jugador es completar filas para hacerlas desaparecer.
Aleatorio, pero poco.
El problema es que, si el patrón es totalmente aleatorio, uno podía quedarse esperando una pieza toda la partida. De hecho, si la selección es completamente al azar es posible que solo jugáramos con un tipo de pieza por lo que el juego sería muy muy muy aburrido. Aunque, como demostró la matemática noruega Kaitlyn Tsuruda, si solo hubiera una pieza, sí se podría jugar eternamente sin mayor problema.
Por eso, rápidamente se introdujo una innovación: the bag. Un generador aleatorio que trabaja con lotes de siete piezas y las lanza, ahora sí, de forma aleatoria. Eso garantiza que siempre tenemos piezas variadas y que el juego se haga más previsible y estratégico.
Nuestro Kobayashi Maru
O, mejor dicho, el no-fin. Una de las consecuencias de la forma de las piezas (y de la aleatoriedad) es que, como demuestra la también matemática Heidi Burgiel, a medida que jugamos se crean huecos imposibles que llevan inexorablemente a la derrota.
Eso lo sabíamos, al menos, desde 1992. Ese año, John Brzustowski elaboró una completísima tesis en la que analizaba todas las posibilidades del juego. Para esa época el juego ya se había hecho muy popular y era un pasatiempo intelectual muy estimulante. Tan estimulante que, como el Kobayashi Maru, nos enseña que hay veces que solo podemos perder.
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